28 abril 2008

Lo que vale son las piernas


Esta maravilla de los años 90 perteneció al equipo profesional Festina. Un andorrano del club con el que salgo los fines de semana me la ha dejado hasta que tenga bici nueva o recupere la mía, que sigue convaleciente después del accidente. Pesa como una condenada, pero me está poniendo en forma para futuras gestas. De momento ya le he hecho 315 kilómetros en dos semanas, y espero que sean más hasta la semana que viene en que ya tendré la nueva Ditec 1.2v.
El domingo hubo batalla: quedé el 15
El domingo salieron 115 kilómetros con unos 25 de batalla (la etapa Cabra, le llaman en el club andorrano) y tres de ellos en final en puerto de montaña, que aunque no muy duro sí se hizo extremo porque llegamos a la falda de la montaña con el cuchillo entre los dientes. Los ataques en el falso llano -terreno no apto para mí- me desmontaron. Aguanté cuatro o cinco perchonazos hasta que me quedé descolgado, apretando los dientes y en terreno de nadie. Al final, Miguel, un argentino de jamones estratosféricos que doy fe que rueda bien, me dio alcance y mano a mano fuimos recogiendo cadáveres del primer grupo, los cuales, para mi sorpresa, ninguno nos mantenía la rueda.
Sólo a ocho kilómetros del inicio del puerto cogimos a tres que nos aguantaron, y más que eso, porque entre los cinco se puso un ritmo de crucero a relevo corto que a mí me mataba. Pedí perdón por remolonear cuando me tocaba, pero no era remolonear sino agotamiento, las piernas me iban justas para mantener vivo el ritmo y suficiente hacía pegado a la rueda del de delante. Así es que llegamos al inicio del puerto y se desbocó la cosa. Yo me olvidé de mi falta de implicación cuando uno de los cinco aumentó el ritmo en la subida, y me fui a por él. Me mantuvo a 50 metros en todo momento y nunca pude con él, pero yo mantuve también a los tres que quedaban bien lejos de mí, más o menos también a unos 50 metros. Suficientes para llegar cómodo, pese a que en los últimos 500 metros nos sorprendiera un tipo que, llegado desde atrás y nadie sabe ni cómo ni por qué, con una fuerza descomunal nos fue adelantando a todos -era de otro planeta-. Al final yo acabé el 15 de 35 que éramos. Contento, aunque bueno, hay mucho que hacer todavía.
Por lo menos demostré que no hace falta tener una bici de tropecientos mil euros para dar guerra. La guerra se tiene o no se tiene en las piernas, y como en este mundillo hay mucho fanfarrón -yo el primero- pues quedó claro que no hay que juzgar a la gente por la máquina que lleva, sino por la sangre que le hierve dentro. A bocas calladas, siesta ganada.

Con la venia de mi cadera, vuelven las batallitas

Una vez que la cadera me ha dejado apretar el acelerador en la bici –en la medida en que esto es posible-, he empezado a dar pedales y de la mejor manera posible. Es decir, he empezado en Valencia, en el llano.
Nos tocaba otros días libres en Andorra, pero me temí lo peor cuando el mismo domingo nevaba como si fuera enero, estando como estamos al borde del mes de mayo. Y hay cosas que si, que vale, y hay otras que no, que no. Así es que insistí en que debíamos volver a Valencia. Unos días. Lo que fuera. Mi preparación para la Quebrantahuesos y la Marmotte es nefasta a estas alturas y esos exámenes los voy a suspender de calle si no me pongo las pilas. Así es que me llevé la mountain bike. Lo único que me queda, porque la de carretera sigue ingresada.

Hice bici de lunes a jueves en la Comunitat y luego viernes y domingo ya en Andorra. Lo mejor fue el martes con Luis: subimos el Pico de l’Àguila como en los viejos tiempos. A este chico le debo mucho más de lo que él cree, porque esta salida ha anulado la derrota mental que arrastraba. Esos 110 kilómetros me han salvado. Luego el martes cayó una salida a Cullera con Patxi y Paquito, en un día entre semana en que los dos hicieron triquiñuelas en los respectivos trabajos para poder salir en bici conmigo. Desde aquí, un agradecimiento enorme porque creo que lo pasamos muy bien (ver foto de arriba).

Y luego jueves, cuando desde Ontinyent me fui todo por montaña a la Cava Arquejada de Agres, la Cava Gran también conocida. Quise subir allí yendo por la Senda d’Enginyers (foto de la bici cruzada, abajo), mítica ella, porque me apetecía hacer aquí en el blog un homenaje a la gente que me ha querido de Ontinyent y los que me han enseñado todo lo que sus montañas albergan. Bajitas ellas, con permiso. Paz, sol, vegetación, vistas... Un gusto. Ellos son los veintipico tios de La Penya, un grupete de amigos dispersos por Ontinyent, Alicante, Valencia, Irlanda y Andorra. Es un grupo inmenso. Algunos ya son padres e incluso huele que lo serán a pares, y desde aquí también un enorme abrazo a sus criaturas, que no saben en qué lío se han metido...


También quisiera enviarle un abrazo a un amiguete del Super, Bruno, por lo que él ya sabe, y otro a Juanje y Begoña, porque estando allá arriba me acordé de ellos. En lo alto ni siquiera el cielo se nos puede caer sobre nuestras cabezas.

Y aquí un botón de la Cava para dejaros con algo mejor que la imagen de un ciclista loco.

Un abrazo.

19 abril 2008

Tarde pero eterno, llega el abrazo

Han pasado dos semanas desde aquel sincero sí quiero. Quince días y sigo unido a todo aquello. El fin de semana segoviano acabó siendo un proceso de acercamiento que espero se vea completado en el futuro. Un acercamiento a Marco al que tuvimos ensimismado con los acontecimientos, alejado tal vez por el trajín y el polvorín en el que estaba inmerso junto a Bea. Normal. Tan normal como el “¡toma!” que dirigió ella al público asistente cuando él dio el sí. Son días en que pasan muchas cosas y muy rápido, en que ves centenares de caras a las que a toda velocidad les pones nombres y un recuerdo, pero a las que ves desaparecer entre la multitud de nuevo, para ver otro rostro conocido, otra sonrisa que te recuerda esto y aquello, e inicias el proceso de nuevo sin detenerte. Veloz felicidad, efímera ella.

También nos acercamos a Víctor, amable y atento, mostrando deseos que a mí personalmente me hicieron feliz. Asumió el reto pirenaico, con lo que sea, con botas o sin botas, con pantalones especiales o sin ellos. “Si hay que subir se sube”. Me gusta. "Dani irá con todo el equipaje, especializado todo, yo con las botas echo para arriba y hasta la cima", dijo la noche de antes de la boda. Y Dani. Dani recogió el guante como lo hizo su hermano, sin alardes ni florituras, asegurando que en cuanto haya unos días, ahí (aquí) estará.

Además estuvimos con Manuel, Manu o el fotero de tres al cuarto. Posturita va posturita viene para buscar el encuadre y la luz, el foco y el filtro, el tal y pascual. Las fotos, a la postre, perfectas. Como debe ser. Y el que suspendió en toda esta asignatura fui realmente yo, y no apruebo ni siquiera hoy, escribiendo como estoy la crónica quince días después. Plumilla de media tinta. Como siempre me ha dicho mi padre, siempre a lo justo, a la rayita, apurando más que McEnroe.

Y luego mis tíos. Grandes. El abrazo (fenomenal) de Manolo y Javi, los rostros encarnados y las lágrimas desbordadas, con el hijo y el sobrino de punta en blanco abrazado a su (ya) mujer y a su sonrisa. Y mi madre al fondo observando, lágrima contenida -el rímel, mamá, el rímel-. Lágrimas y cariño sin control, sentimientos de segovianos duros (o rudos), de carácter que sale sin querer en momentos en que se recuerdan cosas, se mira al pasado, a lo que se ha sido y a lo que se es, a todo lo que nos ha conducido hasta aquí. Los bisabuelos, los abuelos, los padres, los tíos, los primos, los hermanos, la mujer y el marido, y somos lo que somos como hasta aquí hemos llegado. Ni dios mediante ni dios ausente, la vida en sí que nos transforma –“La vida no se acaba, se transforma”, reza en un conocido campo santo valenciano-. Y la transformación es el resultado de todo esto, del amor y del cariño, de los vínculos, de la paz interior que se siente cuando uno se acerca a un padre o a una madre, a un primo, a un tío, a un hermano o a quien sea que le hace feliz, y le da un abrazo que lo envuelve y lo aprieta y lo nota. Con lo, que no le.

Tardío el abrazo, quince días, pero eterno.

08 abril 2008

Cuando un perro se cruza en tu camino...

En las últimas semanas no hay suerte. Ayer lunes se confirmó. Bajaba con la bici por una carretera valenciana terciaria, entre naranjos, sin coches ni ruidos, solo muy solo, cuando un perro atravesó la carretera. Lo vi, y no pasó nada, pero al segundo can, pese a verlo, no lo pude evitar. Con la rueda delantera le di justo en el centro doblándole la columna, yo salí volando cayendo en el asfalto con la cadera derecha y luego de espaldas hasta que me frené. Las consecuencias están en el parte médico: "Escoriaciones en zona glútea derecha, contusión en la cadera con movilidad completa y no dolorosa. Deambulación normal". Sólo discrepo con la doctora R. Garcia en una cosa: eso de contusión no dolorosa hay que matizarlo. Y bueno, aquello de la deambulación suena a borrachuzo, aunque es cierto que en cierta manera me tambaleaba por el hospital de Xàtiva dando el cante vestido de ciclista.

El susto fue morrocotudo porque yo nunca había volado tanto tiempo y había hecho esquí de cuerpo sobre asfalto. La velocidad que llevaba antes del impacto sería de unos 40 ó 45 por hora, con lo que mi salto mortal con tirabuzón salió niquelado. He de agradecer al cullotte que hiciera lo posible por mantener mi culete fino -aunque no lo consiguiera- y a los guantes de invierno decirles que sí, que alguna vez los tenía que retirar, aunque fuera sólo por el gran trabajo al conseguir que siga teniendo palmas de la mano y no costra. También agradezco a mis cuñados Jose y Amparo, y a mi sobrino Pablo, que la eternidad del hospital menguara con su presencia, aunque fuera por la casualidad de encontrármelos en puerta de urgencias por culpa de los dolores estomacales de ella. Un abrazo.

Por lo demás, tengo magulladuras muy leves en los brazos, y en cuanto a la equipación, el cullotte tiene un agujerillo muy mono en la nalga derecha, y la chaqueta de invierno roja tiene a la altura del homoplato derecho un agujerón del tamaño de una pera, aparte de múltiples rasgaduras en la manga. El bendito casco, incomprensiblemente, tiene tan solo un leve rasguño, y la bici... la bici está para ingresar. De hecho, ingresará en Andorra con pronóstico reservado mañana mismo. La llevaré a la tienda y el parte ya lo avanzo: Manillar para cambiar por si acaso, porque aunque no está doblado no me apetece que del golpe un día por un bache dé con mis dientes en el suelo porque se parta, el sillín está reventado y puede, digo puede, que lo aguante, pero lo peor es el cambio, que se ha roto y eso no es moco de pavo. Aquí van a caer euros por doquier. Y esto es como un hijo, si hay que soltar la mosca, se suelta.

Con este piñete las batallitas se declaran de baja por prescripción médica hasta nueva orden, porque el parte de la doctora Garcia añade: "Reposo relativo". Lo de reposo lo entiendo, lo de relativo haré como que no lo he leido, porque si no me pasaré el reposo por el arco del triunfo, y tampoco es plan. Además, la cadera me duele bastante al apoyar, así es que tendré que reposar absolutamente, y no relativamente. Al menos, una semana, o mientras mi niña esté ingresada.

Y acabo con unos apuntes: Es la primera vez en mi vida que me atiende una médico más joven que yo. Y eso, en cuatro horas de hospital, me dio que pensar. Por no aburrirme... Y por último, una palabra a la guarda de seguridad del hospital: imbécil. Por impedirme dejar la bici en un sitio apartado de la entrada del hospital, sin que molestara a nadie y ni siquiera fuera un incordio visual. Esta es la cultura de bicicleta que hay en este país de mierda apestado de coches. Como diría Groucho: "Más párquins subterráneos".

Y Marco se casó

En breve, la historia de nuestra visita a Segovia.