04 noviembre 2010

De Stalingrado a Delibes

Notaba yo estos últimos días que me estaba volviendo loco. Cerradas ya las páginas de Stalingrado, la emoción me llevó a comprarme un libro sobre las grandes batallas de la historia que, pese a su volumen, estuve devorando un par de noches. Luego por la tele vi la película Resistencia sobre el grupo partisano de los Hermanos Bielski que socorrían judíos que huían de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, y a todo esto se añadió ver un reportaje la semana anterior en La Noche Temática de La2 sobre el Archipiélago Gulag y los periplos de Alexander Solzhenitsyn y sus incondicionales por sacar la obra de la URSS y contarle al mundo la barbarie de los campos en aquel sistema. Cacé el volumen en casa de mis padres y lo que primero fue una vista general acabó en lectura que me llevó a verme a las dos de la madrugada aún con las ansias de seguir pasando páginas. Al día siguiente, sin mayor dilación, me compré el primero de los tres libros que lo componen.

Ante tal barbarie humana, quise mirar para mis adentros y percatarme que me estaba cebando con el material, así es que decidí que tenía que buscar una válvula de escape, algo que mantuviera mi mente fresca. Es decir, literatura pura y dura. Pensé en Delibes, y allá que fui a la biblioteca paterna a ver a qué olía. Descubrí Diario de un jubilado, y en dos días ha pasado a mejor vida. Monumental.


Solo diré que, en previsión del vocabulario castellano puro que me iba a encontrar, al libro lo acompañaba con libreta y boli, y hoy tengo más de siete páginas repletas de frases hechas, vocablos, modismos y demás del gran autor vallisoletano.

Me tomo la licencia de transcribir, pese a lo cansino de hacerlo, el ligoteo del Lorenzo con una fulana. Si cualquier escritor de tres al cuarto intenta contar lo mismo, no le sale tan bien. Ahí va:

"En una de estas, me fijé en una rubia, metida en carnes, que no me quitaba ojo. La asalté al baile siguiente y le hice saber lo que es un tango. Chico, hablas con los pies, me dijo, y yo la ceñía y bajaba un poco la mano por la espalda i ella ni mus. O sea, tragaba. Es lo que pasa hoy con las chavalas. Antaño, yo me recuerdo, la que más y la que menos te salía con aquello de las manos quietas y se acabó la función. O sea, no se dejaban. Pero hoy es otra cosa. La rubia me contó que se llamaba Faustina [...]. Tenía la mirada clara y las carnes macizas, sobre todo la espetera, y se restregaba a modo. Después de cuatro bailes, con dos copas encima, se lo dije, o sea le dije si, fuera aparte el lechugino y la Faustina Arranz, había algún otro monumento en Castrillo que mereciera la pena, y ella, que la ermita [...]. Nunca se me dio tan fácil una mujer y, ya en plan conquista, le pregunté si el lunar de la mejilla izquierda se comía solo o con mayonesa y ella, con todo el morro, que a gusto del consumidor."

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